martes, 29 de enero de 2019

Dispuestos a morir.


“SE BUSCA GENTE DISPUESTA A MORIR”


Sueldo bruto de 880 euros mensuales. Alojamiento, comida y artículos de primera necesidad, garantizados mientras el sujeto esté en preparación para nuestro estudio. Si está interesado en colaborar con nuestra investigación científica sobre psicología humana, le invitamos a nuestro casting.

Más información en el número adjunto a continuación.

Mientras cortaba con los dientes otro fragmento de celo y fijaba el cartel al borde del tablón de anuncios, me pregunté si existiría en la ciudad algún loco que atendiera a la llamada de mi empresa. El escrito me parecía vulgar y pretencioso a partes iguales y, en mi fuero interno, dudaba que alguien fuera buscando un empleo como aquel.  

Para mi sorpresa, unos días más tarde había una gran cola extendiéndose por la periferia de nuestro edificio. Había gente de toda clase. Personas como usted, que lee este texto, y como yo. Gente extravagante con abrigos de piel y sombreros de plumas, y una cuantiosa comunidad de indigentes. Cuando vi aquel panorama, tuve que respirar con lentitud y aguantar el aire unos instantes, darme la vuelta con agilidad por la imperiosa necesidad de quitarme esa imagen de la mente y adentrarme sin mucho entusiasmo en la sala en la que estaría confinada hasta la madrugada. Me senté en la silla que había en el centro y comencé a ordenar cualquier objeto sobre la mesa para distraerme. Cuando todos mis papeles y bolígrafos estuvieron simétricamente alineados, alcé la vista un poco más tranquila. Podía ver a mis compañeros a través de los paneles de cristal, en paralelo a mí, preparados para el mismo trabajo que yo: Escoger a los candidatos de nuestra investigación entre esa masa de personas que había visto fuera.

-         Adelante, comencemos ya con esto – musité mientras hacía un gesto con la cabeza al guardia de seguridad.

Instantes después, tenía frente a mí a la primera persona que se sometería a mi interrogatorio, un joven de unos 14 años. Pestañeé varias veces sorprendida, planteándome si era una broma. Guardé la compostura y miré la ficha que me había tendido al llegar.

-          Leo, ¿verdad? – asintió - ¿Vive con sus padres? ¿Ha sido operado alguna vez? ¿Acudido a un psicólogo? ¿Tiene alergias? ¿Algún antecedente penal?

Esas fueron algunas de las preguntas aleatorias que nuestro director nos había sugerido hacer para romper el hielo y, de paso, conseguir un perfil inicial de nuestros aspirantes. Apunté lo que Leo respondía en el reverso de la ficha y me aclaré la garganta para hacer la pregunta más esperada.

-          ¿Por qué está dispuesto a morir?

-          Porque odio la vida – y mientras lo decía, me estaba mirando a los ojos.

-          ¿Tiene problemas con su familia? ¿Ha fallecido alguien cercano a usted? – negó en respuesta a ambas preguntas - ¿Suele discutir con su círculo de amigos?

No se me ocurrían muchos motivos por los que alguien tan pequeño querría morir. Negó, pero bajó la mirada.

-          ¿Ha sufrido acoso? – planteé la pregunta con la mayor delicadeza posible.

-          El colegio es un infierno. Haría cualquier cosa para no tener que pisar nunca más las aulas, ver a mis compañeros, recibir sus caras de asco, sufrir las palizas, ver cómo no sólo la pagan conmigo, sino con cada persona que se acerca a mí… - hablaba con crudeza, pero en toda la entrevista, no le vi llorar ni una sola vez. -. Si ustedes no me aceptan en su estudio, me suicidaré. No lo soporto más.

Se me congeló la mano sobre la pluma y tragué saliva. Mi misión no era solucionar las vidas de los que se presentaran en aquella sala, sino la de hacer de intermediario neutro entre la empresa y sus posibles nuevos empleados. Me mordí la lengua y me obligué a hacer las preguntas de una forma totalmente impersonal.

-          ¿Ha hecho algo para solucionar su situación actual? – musité sin dejar de escribir.

-          Mis padres me han cambiado numerosas veces de colegio y de instituto… Pero en cada centro siempre hay un perfil de marginado y otro de acosador y, al parecer, si estás en el primer grupo, no puedes huir de ello.

Cerré los ojos un instante y me recoloqué las gafas para disimularlo mientras Leo me relataba parte de su vida y yo la copiaba, obediente, en el documento. Si me hubieran dicho que mi labor iba a ser tan dura, probablemente habría abandonado mientras me hubiera sido posible.

El resto de entrevistas terminó por hundirme en la miseria. Excepto un grupo de personas que habían acudido a la cita para recabar información que vender a la prensa o para ganar el puesto que ofrecíamos con mentiras y, después, invertir el dinero en drogas o similares, todos y cada uno de los aspirantes que participaban en nuestra investigación tenían motivos reales para morir. Después de seis horas, en mi descanso, acudí a la sala común para tomar un café y reponerme. Mis compañeros hablaban animadamente sobre sus aspirantes. Yo permanecía absorta, mirando la tarima de la sala, preguntándome cómo era posible que hubiera tantas personas con el deseo de desaparecer de la faz de la tierra.

La gente con mucho poder adquisitivo que había acudido a la cita, hablaba sobre todo de que su vida no tenía ningún tipo de dirección. Tenían todo lo que querían, pero no eran capaces de valorar lo que costaba conseguir ninguna de sus propiedades y su vida social carecía de honestidad. Pasaban la vida rodeados de gente de mentira, objetos que compraban para gastar dinero en algo (y no por necesidad), y de miles de pretendientes que aspiraban, o bien a subir su estatus, o bien a ganar su confianza para heredar su fortuna.

La gente pobre narraba historias sobre sus miles de noches sin un techo, el hambre atroz en los días en que la basura no les proporcionaba ningún alimento, el sufrimiento al ver a sus hijos sin un futuro, y los interminables desplantes de los transeúntes mientras pedían limosna. “Simplemente, no me importaría estar muerto”, me susurraban.

La gente que se consideraba de clase media tenía problemas variopintos. Había personas que estaban totalmente solas en el mundo. Había gente arruinada por la crisis que estaba a punto de perder todo lo que habían logrado en sus vidas. Había adolescentes que habían sufrido malos tratos toda su existencia, chicas amenazadas de muerte, hombres acosados por endeudarse con quien no debían, niños huérfanos huyendo de las mafias, homosexuales repudiados por sus familias, víctimas de terrorismo, inmigrantes sin papeles ni oportunidad de una nueva vida, ancianos que habían perdido a sus cónyuges e incluso personas con algún tipo de discapacidad que querían liberar a sus familias de lo que ellos consideraban “su carga” o simplemente, una eutanasia que no les concedían.

-          Así que, ¿piensa que este empleo le dará un motivo para vivir incluso cuando esté arriesgando su existencia con él?

Comentaba yo algunas veces, cuando la entrevista había llegado a buen puerto. Muchos respondían que ese trabajo sería una huida de su realidad, que estarían a salvo, protegidos, que no tenían nada más que hacer o perder y que, al menos, servirían a la ciencia en sus últimos días, meses o años de vida… y yo continuaba apuntando las respuestas con estupefacción.

-          De acuerdo – respondía con cara inexpresiva, mientras ponía el punto y final en sus fichas.

Entonces dejaba las hojas en un montoncito, miraba a mi compañero en la sala contigua, que esperaba a que yo acabara las tandas, y asentía. Ambos nos agachábamos y abríamos el primer cajón de la mesa. Segundos después, depositábamos una pistola entre nosotros y el entrevistado.

-          Al hombre que ve en la sala de su izquierda se le ha ofrecido un arma idéntica a la que ve. Una de las dos pistolas no está cargada. ¿Está dispuesto a morir por la ciencia? Apunte a su cabeza con ella, y apriete el gatillo cuando la cuenta de ese reloj – señalaba tras de mí – llegue a cero.

Había recitado tantas veces el mismo discurso a lo largo de la tarde que cada vez me salía con más naturalidad, pero mi interior gritaba siempre con horror y negaba frenéticamente. No podía haber tanta gente dispuesta a terminar su vida con un simple disparo. Contemplado desde mi propia vida, era algo imposible. “¿Cómo de grandes pueden ser los demonios de un humano?”, me preguntaba mientras me recostaba en la silla y entrelazaba las manos. La reacción de los afectados siempre era la misma. Los ojos se movían del arma a nosotros y de nosotros al arma. La tomaban y evaluaban su peso. Se sorprendían. Miraban el reloj. Algunos buscaban en el suelo manchas de sangre de los anteriores, y se topaban con una tarima perfectamente fregada. Entonces la cara se les contraía en una mueca y dejaban la pistola quieta, apretujada entre las manos sudorosas. Pero a algunos no les ocurría eso. A muchos, como a Leo, el tiempo se les hizo lento. El gatillo resonaba en la sala cuando la cuenta atrás finalizaba y yo cerraba los ojos o miraba el techo mientras seguía haciéndome preguntas. Entonces recuperaba la compostura y me ponía de pie, me estiraba la ropa y tendía la mano.

-          Enhorabuena. Está usted en el proyecto- decía, y veía cómo los ojos de la víctima viajaban con rapidez a la sala contigua y se tejían los primeros lazos del estudio, con una sonrisa de comprensión si la otra persona también había apretado el gatillo.

Meses más tarde, mis compañeros y yo paseábamos por la planta 7 del centro de investigación. Nos estaban mostrando los progresos de nuestros elegidos. Los míos en concreto, llevaban una placa con su nombre en naranja.

-          Aquí están los pacientes correspondientes a “desvalorización de posesiones”, “falta de entusiasmo” e “inercia vital” – narró nuestro guía deteniéndose frente a una cristalera. A veces señalaba a alguno de nosotros para decirnos particularidades de nuestros seleccionados -. Esta semana los ejercicios se han enfocado a redirigir sus aspiraciones. Uno de tus elegidos fue incapaz de apretar el gatillo el miércoles, tras una convivencia con personas de menor rango social. Dijo que podía hacer mucho bien con el dinero que ya no sabía en qué gastar.

Nos movimos a otra sección de la planta.

-          Aquí están todos los seleccionados que no han sufrido mejoría en los meses de experimento. Todos ellos han perdido la esperanza total por sus vidas y, aun probando nuevas motivaciones y cambiar sus enfoques sociales, están tan desencantados por sus vivencias que no encontramos salvación. La semana que viene comenzarán a servir a la medicina. La buena noticia es que muchos de ellos… - miró su cuaderno- están destinados a las investigaciones de genética del cáncer y enfermedades raras. Quizás gracias a ellos encontremos una esperanza para otras personas. Están contentos con su nueva función.

Los ojos fueron por delante de mí. Le había visto. Estaba allí. Me moví como un resorte hacia la sala del fondo del pasillo y pegué la cara al cristal. Todos me siguieron.

-          Aquí están los niños que sufrieron maltrato, los huérfanos y los “psicológicamente acabados” como se les clasificó.

Ninguno de nosotros era capaz de apartar la mirada. Había caras sonrientes por doquier.

-          La terapia ha reconducido a la mayoría. Han conocido a todos los elegidos en el proyecto, escuchado sus vivencias y, sin querer, colaborado con la recuperación de muchos de los que ya no están aquí. 

- Leo, – me miró sonriente- quiere quedarse y ayudar a niños como él. Todos le quieren y valoran. El estudio ha dado sus frutos. Hemos confirmado que las interacciones humanas pueden arruinarnos la vida… o sacarnos a todos del mayor de los infiernos. Gracias a todos por colaborar con el proyecto. Ha sido un rotundo éxito.

*Este relato fue creado originalmente el 15 de Febrero del año 2016. Es uno de tantos que fue presentado a un concurso y no ganó nada, pero me gusta la idea por la cuál lo redacté y el mensaje que intenté dar. Creo que es un buen momento para sacarlo a la luz.

miércoles, 16 de enero de 2019

martes, 15 de enero de 2019

Tutú y Yoyó.

Tengo miedo de que empieces tú y termines tú, porque por mi parte parece que soy yo cuando estoy siendo menos yo que nunca. Tu tú no es como yo creía que sería, pero mi yo sigue ligado a tu tú aún existiendo un tú que saca lo peor de mi yo. Un yo que no conocía antes de que tú y yo fuéramos tú y yo. 

Crecemos y cambiamos tanto tú como yo, pero necesito que tu tú siga queriendo que yo siga siendo yo. Porque si dejo de ser yo, tu tú no querrá a mi yo, y seguirá dándome miedo que empieces tú y termines tú, en vez de acabar como yo quiero. 

Siendo tú y yo.