miércoles, 22 de agosto de 2012

La compañía de los errantes (Relato corto)




La compañía de los errantes (Galardonado con el premio al Mejor Relato 2012 de Las Rozas)



Sobre el silencio pesado y tenso que aferraba nuestras almas, los cascabeles del gorro de bufón de Paul destacaban sin remedio alguno. Si no hubiera sido por aquel repiqueteo incesante, juraría que se podía haber escuchado el sonido del polvo que levantaban nuestros carromatos al posarse de nuevo sobre el suelo, mientras atravesábamos el pueblo marchito que se había cruzado en nuestro camino como un gato negro sin esperanzas. Toda nuestra compañía había escuchado los tiroteos, los gritos y las puntuales explosiones varios kilómetros atrás. Nadie había pronunciado una palabra. Nadie se había atrevido a sugerir que diéramos marcha atrás. Incluso Trip, nuestro jefe, había olvidado desde entonces su mal genio para encerrarse en sí mismo. No le habíamos vuelto a oír pronunciando una sola palabra desde que desmontamos la última carpa y habíamos decidido seguir adelante hasta llegar a donde estábamos. Sobre la tierra, las huellas de caballos, tanques y miles de soldados, parecían imborrables. A pesar de ser medio día, aquel pueblo parecía sumido en sombras y en una perpetua agonía acallada por el miedo.

Dejé que algunos mechones oscuros se me deslizaran por el rostro mientras lo atravesábamos.  Yo, que había arrastrado el recuerdo de mi pasado como un lastre desde que había llegado al circo, era la única que encajaba allí. Los colores de nuestros carros, trajes y caras, parecían un chiste desesperado en aquel sitio. Ni siquiera mi caballo quería avanzar, obligándome a tirar un poco más fuerte de sus riendas, como si le diera miedo enfrentarse a las caras sucias que poco a poco, se asomaban con temor a las ventanas  o entornaban las puertas. La compañía frenó en seco cuando los rápidos pies de un niño se apresuraron en llegar hasta Paul, y un chirrido de advertencia procedente de una de las casas nos hacía contener el aliento. Observé a Paul, que mantenía una mirada piadosa clavada en el pequeño, mientras éste, a su vez, alzaba su cabeza para observarle con admiración y apretaba los labios. Paul desvió una mirada dubitativa hacia mí, sin saber qué hacer, y más tarde se aventuró a buscar entre los habitantes que nos observaban la procedencia del grito que había frenado nuestro avance. Una leve inclinación de cabeza por parte de una joven harapienta, fue suficiente. Todos vimos cómo Paul hincaba una rodilla en el árido suelo para ponerse a la altura del niño y pronunciaba un suave saludo. El pequeño cambió el peso de una pierna a otra, y se atrevió a alzar su diminuta y sucia mano, para golpear los cascabeles del ridículo sombrero de Paul. El sonido fue como una bocanada de aire fresco, que trajo risas y palabras susurradas por el viento. La tensión que nos atenazaba los pulmones cesó de pronto y todos, circo y pueblo, nos evaluamos con cordialidad. Pese a la distancia, parecía que una especie de hilo se entretejía entre nosotros. Bajo la atenta mirada de su público, Paul se quitó el sombrero y lo colocó sobre la cabeza del chiquillo mientras sus ojos resplandecían de emoción  y, sin más dilación, dejó atrás a la maraña de niños que se abalanzaron para jugar con el afortunado. Mientras la compañía retomaba su paso con los corazones palpitantes, nos mirábamos entre nosotros con un acuerdo silencioso en los ojos. Esa noche, había trabajo que hacer.

Cuando acampamos al otro lado del pueblo, y la carpa y los carromatos ocuparon su lugar, la reunión se llevó acabo alrededor de una improvisada hoguera. Los diecinueve bailarines, músicos, payasos, trapecistas y demás, guardamos silencio mientras Trip se obligaba a romper el suyo. Las llamas le iluminaron el rostro cuando sus facciones se contrajeron en una mueca de amargura y su crepitar le dio más solemnidad a sus palabras.

-Esta gente nos necesita. Quiero que esta noche olvidéis lo que os ha traído a este circo, lo que sois y lo que habéis sido- no me hizo falta mirarle para saber que aquello último iba dirigido a mí, la joven que había huido de su casa en busca de un futuro mejor-. Hoy todos vosotros sois los protagonistas del espectáculo. Hoy la guerra quedará atrás porque es nuestra última representación, el último día, el más importante. Quiero que las risas iluminen este lugar. Hoy, tenéis el poder de hacer olvidar el sufrimiento a todas estas personas, y el de traerles un poco de paz a sus corazones.

No hubo aplausos, ni tan siquiera un asentimiento. Cada pausa frenaba nuestro aliento.

-Poneos a trabajar muchachos…- fue el último susurro que oímos salir de los mustios labios de Trip antes de que se sumergiera de nuevo en su pequeña tienda, y volviera a nadar en un río de espesa tristeza del que sólo él podía salir.

El bullicio nos arrastró de pronto como una ola. Mientras vendaba mis pies y mis dedos, ásperos por los constantes ensayos sobre las cuerdas del techo de la carpa, miré pensativa hacia mis compañeros. Todos ellos intercambiaban miradas de ánimo y compartían sus temores. Ese día se esforzaron más que nunca en los maquillajes, calentaron sin la habitual pereza y hasta les vi fruncir el ceño por la concentración. La compañía parecía más unida y más alejada que nunca cuando por fin llegó la hora. Me encontré a Paul en la oscuridad de la noche y ambos la atravesamos en silencio hasta llegar a la carpa.

-¡Suerte hoy en las alturas Den!- me dijo con suavidad.

-Suerte a ti con los chistes…- musité, y vi su perplejidad ante mi  leve sonrisa.

No le di tiempo a decirme nada. Entré en escena ante un público inesperado. No había ni un solo hueco libre en las improvisadas gradas porque todo el mundo había venido a vernos aquella noche. Distinguí al chico de Paul en primera fila, haciendo sonar con una exagerada maniobra los cascabeles del gorro… y volví a sonreír como nunca antes lo había hecho en el circo. El público estaba entregado. En sus caras sucias sus sonrisas destacaban como estrellas que hacían vibrar el aire. En cuanto terminó la última actuación, todos salimos al escenario formando una gran fila. Paul me tomó la mano con fuerza y besó mi mejilla, sin reservas, como si aquel día nos hubiera cambiado a todos. No pude evitar soltar una carcajada.

Miré a mí alrededor y el tiempo pareció pararse mientras trataba de memorizar ese instante. Dejad atrás lo que habéis sido…Una joven del público me miraba fijamente.  Vi cómo aferraba con fuerza la mano de su hijo mayor, y éste, entrelazaba a su vez sus dedos con los de ella. Hoy es el último día…Un anciano golpeaba con su bastón el suelo, y asentía con la cabeza en mi dirección. El más importante”. Las palabras de Trip resonaron en mi cabeza como un eco adormecido,  pero con una claridad sobrecogedora.

Un pueblo vacío nos contemplaba en la distancia. Sus casas terminaban de apagar las llamas y nos traían olores conocidos, mientras sus cenizas revoloteaban antes de caer al suelo. Allí, ningún aparato electrónico había quedado en buen estado tras el paso del ejército. Quizás por eso, ninguno de nosotros oyó los avisos. Los aplausos amortiguaron el sonido de las ruidosas hélices, pero la detonación nos golpeó sin piedad.  Ninguno de nosotros se percató de ella. Las miles de risas que habíamos provocado, cubrieron nuestra muerte de terciopelo, y nos envolvió en una suave y reconfortante paz. Mientras yo flotaba en el aire tuve la certeza de que esa tranquilidad… duraría eternamente.



4 comentarios: