domingo, 3 de mayo de 2015

Refugios.

Llovía. Hacía días que llovía. Con la manta sobre los hombros y la mirada clavada en una vela, el mundo parecía ajeno a mi realidad. Qué insignificante me sentía.

Recuerdo un sentimiento de dejadez bastante contundente. También una estela de angustia. A veces, la magnitud de la percepción humana puede hundir el universo entero y después combarlo hasta que el espacio temporal se funde en una línea delgada. Mi pensamiento lo abarcaba todo y nada a la vez, todos mis recuerdos... y mientras tanto el fuego no paraba de bailar. En algún momento, una pregunta sin respuesta se arrastró por mi garganta y la mordió hasta ahogarme, pero el horizonte donde había desperdigado el resto de mi coherencia me impidió llorar.


Ah, qué escena tan inútil. Qué vida tan desubicada. A veces nos cuesta entender que no es necesario buscar un hueco para nosotros en el mundo. Supongo que esa es la conclusión que nace después de toda una vida. Yo intentaba buscar una lógica que hiciera encajar las energías del cosmos y me señalara cuál era la causa de mí, el principio del yo, el final de un camino que ni siquiera atisbaba. Pero la única verdad era que mi lugar estaba justo allí, junto al fuego, incluso cuando las velas se apagaran para siempre.

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