sábado, 2 de marzo de 2024

Un pie.

 Cierra los ojos y está allí. Respira profundo, sin abrirlos, y reconoce el olor, la textura de la hierba bajo los pies descalzos, el roce del viento en las mejillas. Lo que más la sitúa es la energía, con su vibración particular, su tempo y su cercanía. Mueve los dedos de las manos tamborileando sobre las correas de su mochila y cuando cuenta trece, abre los ojos de golpe.

El color, tan vívido, siempre la pilla por sorpresa. Las plantas brillan como esmeraldas bajo un sol radiante. Hace calor, pero no tanto como para ser asfixiante. Huele a pino y a eucalipto, a menta y, levemente, a fresas. Ve las montañas e imagina detrás de ellas el Lago de la Luna, así que comienza a andar con paso decidido.

La cuesta arriba se hace un poco pesada. Camina varias horas por los dominios del bosque y los pájaros se callan a su paso. La observan como quien no cree lo que está viendo. Llegando a la loma final la noche se recuesta en sus hombros, pero no hace un fuego hasta no alejarse varias leguas de la linde. Los árboles deben permanecer seguros.

Se sentó en una piedra y se calentó las manos, la mente sólo puesta en el camino. No estaba segura de si pasaron unos minutos o la mayoría de la noche la pasó en esa postura, pero de pronto, algo llamó su atención. Un movimiento ágil y sibilante, captado por el rabillo del ojo. Desvió la mirada del fuego y escrutó la oscuridad. Fuera del área que creaba su hoguera, una veintena de centinelas habían venido a por la intrusa. Pero no era una persona non grata, así que se habían quedado pululando a su alrededor en una extraña danza deforme de sombras sin soporte. Falsa alarma. Sus manos intentaban alcanzarla, no sabía si para atraparla o para darle la bienvenida. Con esas criaturas nunca se sabía, así que devolvió la mirada al fuego, tensa, y, cuando llegó la hora de dormir, situó el saco lo más alejado del perfil del círculo que le fue posible. Mañana seguiría la travesía.




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