En los dedos de los pies solo notaba el aire cálido de un amanecer, pero mis talones, bien clavados a la tierra, se arañaban con los guijarros del acantilado. Me incliné un poco más para ver la caida. Tuve que apartar las faldas de mi vestido blanco para verlo bien.
-Es un salto arriesgado- pensé.
Recuerdo que no miré atrás. Solo moví los dedos en el aire como tentando a la suerte y preguntándome si conservar lo que dejaría a mi espalda sería más importante que tratar de conseguir lo que me proponía. Más tarde comprendí que la respuesta me daba exactamente igual. Alcé el cuerpo y miré al frente. El sol estaba saliendo. Necesitaba un empujoncito. Cuando los rayos de luz atravesaron una nube que se interponía entre el inmenso astro y yo... me vi cegada momentáneamente. Lo que sucedió después lo sentí con el alma. Me balanceé hacia delante y comencé a caer. El vértigo se hizo peor cuando recuperé la visión y, por los Dioses, ¡¿quien quería ver en aquella situación?! Cerré los ojos y eché a volar. Eché a... ¿qué? Ah sí. Desee que me nacieran unas preciosas alas doradas, y eso ocurrió. ¿Qué cosas no? Aterricé a la perfección.
Cuando reconocí la tierra y los árboles, el sonido del riachuelo y el puente de piedras reí. Allí había empezado mi camino. Miré el acantilado que había bajado y supe que nunca más querría volver a subir tan alto. Mi lugar estaba en la ladera, no en la cima. Después de cercionarme de que todo estaba igual que antes plegé las alas y desaparecieron. Había aprovechado mi única oportunidad... a la perfección.
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