sábado, 16 de agosto de 2014

El esbozo de la muerte

"Tomás. 
57 años.
Soltero.
Desempleado.
Fracasado en todas las facetas humanas.
¿Propósitos en la vida? Morir siendo alguien.
¿Posibilidades? Nulas."

Tomás arribó en su casa a eso de las siete. Abrió la puerta y, por primera vez desde que vivía allí, no llegó a cerrarla. Así, pensaba, sería más probable que alguien lo encontrara antes de que su cuerpo fuera rígido como las piedras. Quería salir bien en las fotos. Soltó las llaves sobre la mesa de la entrada y subió los escalones con lentitud, como midiendo el espacio de un recorrido que nunca le había interesado en lo más mínimo. La bolsa que llevaba en la mano pesaba, pero transportarla no le resultó incómodo, pues sabía que lo que contenía era el culmen de su magnífica idea. El resto del plan llevaba semanas preparado en una destartalada habitación de su propia casa, aguardando a que su "arquitecto" terminara de ligar todos sus hilos.


Tomás llegó a la sala elegida. Se detuvo justo en medio del marco de la puerta y observó la habitación. Se movió un paso hacia la derecha y volvió a mirar. Hizo un gesto de aprobación. Se quitó la chaqueta de dos tirones y la lanzó al pasillo. Nada de contaminación en su obra.


En el centro de la sala, una rudimentaria cuerda pendía de un gancho anclado recientemente al techo. La soga se mecía como echando de menos un cadáver que la mantuviera en su sitio. A sus pies, una banqueta diminuta esperaba que alguien subiera sobre ella y la desplazara para poner fin a sus días. Debajo, un papel blanco hacía las veces de alfombra, cubriendo una gran sección de la habitación. Los laterales fijados con cinta aislante,  impedían que ondeara a su gusto por el parqué. 


Tomás se arrodilló en una esquina. Sacó de la bolsa tres latas de pintura y, tras abrirlas a golpes, esparció su contenido por el perímetro que rodeaba el papel blanco. Tuvo cuidado de no manchar las esquinas. La madera desnuda se tiñó de rojos, azules y amarillos. Después, Tomás se quitó los zapatos y los calcetines, rodeó aquel desastre con sumo cuidado y se situó en el centro de su obra. Estiró el cuello hasta ver a través de la soga y comprobó que, una vez hiciera a un lado la banqueta, solo las puntas de sus pies rozarían el suelo. Sonrió, satisfecho. Salió del inmenso cuadrado de papel y puso los brazos en jarra. Volvió a inspeccionar la habitación. ¿Se olvidaba de algo? Tenía la soga, tenía el papel, tenía banco, tenía... oh.


Tomás bajó los escalones de dos en dos. Entró en su despacho y tomó un rotulador de un escritorio que nunca más utilizaría. Volvió a subir y volvió a esquivar la pintura esparcida por el suelo. Se arrodilló en una esquina de su construcción y firmó con muchísimo cuidado el papel que cubría la tarima. Miró su reloj de muñeca y escribió la hora que marcaba con cinco minutos de más. Después apuntó la fecha, mencionó algo entre comillas y observó con satisfacción el resultado. Pasó la mano por encima, con el mimo de una despedida, y se incorporó de nuevo.


Se tomó su tiempo para sacar las latas de pintura vacías de la habitación. Tomó la bolsa y cogió lo último que contenía. Un cartel que rezaba "No pisar" donde salía un monigote fregando. Arrugó la nariz. Era lo único que había podido encontrar. Con el rotulador tachó la fregona y ahorcó al monigote con dos trazos gruesos y un redondel. A sus pies, dibujó un cuadrado. Volvió a sonreír. 


Segundos más tarde, un hombre acabado situaba ese mismo cartel en el marco de la puerta, custodiando la entrada a la sala. Se miró en un espejo y desabrochó los dos primeros botones de la camisa. Tenía que ser una muerte perfecta. Estiró el cuello, sacudió las manos y los brazos y miró el reloj. Apretó los labios.


-Allá vamos.


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En un segundo piso, policía, médicos y periodistas se apoltronaban a las afueras de una habitación. Un hombre se había suicidado.

Lejos de haberlo descolgado para dar paz a su cuerpo, el hombre seguía allí, muerto, sonriente y satisfecho. Los flashes no dejaban de deslumbrar la penumbra del patíbulo. Infiltrado entre la muchedumbre, un artista cotizado hablaba con entusiasmo por teléfono.

-Es increíble. Una obra que pasará a la historia. Nadie ha hecho una cosa igual jamás. Valdrá millones de euros. Los coleccionistas se pelearán por tener algo semejante decorando las paredes de sus salones...- dijo antes de colgar el teléfono.


Volvió a recorrer con sus ojos al creador de la maravilla que sería la atracción principal de su museo... o de la casa de algún millonario. Después, deslizó otra vez una mirada lujuriosa por su nuevo tesoro. Quien primero la ve, es quien tiene derecho a reclamarla. 


Sobre un rectángulo blanco de papel, caían aun pequeñas gotas de pintura procedentes de los pies de un muerto. Al borde del mismo, charcos espesos de la misma pintura se comenzaban a secar. De aquellos lagos coloridos, surgían las huellas de unos pies descalzos que nunca más caminarían, y se adentraban en el improvisado lienzo. El artista se imaginó con regocijo la escena. 


Tomás, 57 años, soltero, desempleado, decide acabar con su vida marcando su nombre a fuego en la historia del arte. Camina, con sus pies enfangados en pintura, hacia su muerte. La mirada altiva, una media sonrisa en los labios. Intenta no bajar la vista hacia el papel blanco que está adornando a cada paso. Sube a una banqueta y no le importa mancharla. Mete el cuello en la soga, la aprieta y con todas sus fuerzas, patea el pequeño taburete para que salga del perímetro de su obra maestra, del culmen de su vida. El primer tirón le deja sin aire. Sus pies rozan el suelo, pero no lo suficiente como para eludir la muerte.


El artista sigue los trazos aleatorios que impregnan el papel. Se imagina los pies de Tomás dando tumbos en el aire, corriendo hacia la Nada y dibujando mientras tanto, bajo él, la representación de su propia agonía. Algo aplaude en su interior. Suelta una débil carcajada.


-Es una maravilla- susurra.


-¿Perdone?- un periodista lo examina con desconfianza.


-Nada, nada.


El artista mira el cartel de "No pisar" y trata de esconder la sonrisa. No debe parecer feliz. ¡Está ante un suicidio! Pero oh... qué suicidio tan hermoso. Vuelve a recorrer el cadáver, el traje inmaculado que lleva, contrastando con su tez rojiza, su mueca engreída... sigue sus ojos hasta una esquina del cuadro que sus pies han decorado. Allí, escrito con un rotulador negro, repasa una vez más sus últimas palabras:

Tomás Gómez Ulloa. 16 de Agosto de 2014, 20:17. "El esbozo de la muerte"

4 comentarios:

  1. Adornar un suicidio con Arte es un bonito salud a la Muerte. Recrear una escena tan gris con esbozos y pintura. Tu desenvoltura en la escritura ayuda al lector (al menos para mí) estar dentro de un momento más que aterrador: la danza macabra al son de violines y cellos, con un piano de fondo. :3

    Un saludo, Alba. :)

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  2. Mezclar el colorido del Arte con la lúgubre atmósfera de la muerte y conseguir algo tan bonito está a la altura de muy pocos. Es increíble tu facilidad para crear algo que, a mí, por lo menos, me da mucho que pensar. Como es normal, cada uno tendrá su propia visión de lo que representa tu relato. A mí, me ha transmitido un gran sentimiento de que, incluso la persona más infravalorada del mundo, desconocida, y aparentemente sencilla, puede llevar en su interior una obra de arte escondida.

    Enhorabuena, Alba, de verdad.

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  4. El mejor relato que he leído en mucho tiempo, sencillamente impresionante.

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