jueves, 29 de junio de 2017

Agrietado.

Sostuvo el papel frente a los ojos y clavó los dedos en el asa de su equipaje. El edificio que tenía frente a él era pequeño y se encogía entre dos rascacielos como tratando de pasar desapercibido. Sin embargo, las paredes exteriores, pintadas de añil, relucían con la puesta de sol. Había flores en el alfeizar de cada ventanal desparramándose por el borde de los maceteros, y el buzón rojo ante la puerta invitaba a acordarte del lugar en la distancia.

El joven, con la emoción escondida en un rincón de su ser, dobló la dirección de la casa y la guardó despacio en el bolsillo de la camisa. Quiso ver a través de las paredes para asegurarse de que era un buen momento, pero finalmente respiró profundo y, simplemente, avanzó hasta la entrada para llamar. El timbre sonó dos veces antes de que una mirada curiosa asomara por una rendija, apenas abierta la puerta. Entonces, esos ojos grandes y confundidos que evaluaba le reconocieron, y su dueña dejó que la luz entrara plenamente en el recibidor.

Allí se quedaron, mirándose sin decir nada, tanteando, intentando decirse demasiadas cosas sin hablar. Ella, sin dar crédito a lo que estaba viendo. Él, preguntándose si la demora en encontrarla había merecido la pena. Las palabras no servían. Uno retrocedió unos pasos y el otro los avanzó y, cuando la puerta se cerró tras ellos, el equipaje cayó al suelo y sólo quedó en la sala un abrazo infinito, tembloroso, anhelante.

- Dónde estabas, Gabriel. No podía regresar, no podía buscarte, no había forma de dar contigo.

Él besó su pelo y rodeó con seguridad su cintura.

- No era el momento, sabes que no lo era - musitó con voz grave.

Ella abrió los ojos tras separarse de sus brazos y se tomó unos segundos para mirarlo. Pasó las manos por sus mejillas, la mandíbula, sus hombros. Él sólo la observó con una sonrisa calmada, la de alguien que ha finalizado una gran búsqueda. Después, cuando la joven le tomó la mano para guiarle por la casa, observó el interior del lugar donde se había resguardado aquellos años. Parecía un edificio que había llegado a relucir con vida propia, pero las sombras de algunos rincones anunciaban penumbras amenazando la armonía que reinaba bajo los pasos de ambos. El papel de las paredes estaba rasgado en algunas zonas y, en una esquina, el brillo de algunos cristales rotos todavía llamaba la atención. Vio pasar ante sus ojos escenas antiguas. Ira, alguien herido rompiendo los platos, lidiando una guerra con las copas. Vinilos lanzados contra una foto, gritos, llantos. La imagen desapareció, pero su mano ya había rodeado la muñeca de su compañera. Tiró de ella hacia sí, le apartó el pelo de la cara en la penumbra del pasillo y disimuló su preocupación.

- Dime que has estado bien.

Ella alzó la mirada para sostener el peso de los sentimientos que despertaba aquella pregunta.

- No.

- Dímelo - su voz era más rasgada, exigente.

Vio cómo pasaba el peso de una pierna a otra, angustiada. Su mirada perdida en las vitrinas, en las puerta. Sus sospechas se confirmaban y caían como agua fría sobre su temple.

- Desapareciste - intentó mirarle de nuevo, los ojos en otro tiempo. Entrelazó los dedos con los de ella para que siguiera hablando, y besó sus nudillos -. Te quedaste atrás. No me seguiste. No podía volver. Mi equilibrio...

- No podía seguirte - la tristeza silbando entre palabras.

- Ojalá lo hubieras intentado - y las sombras que habitaban en aquella casa, reptaron desde su cara hasta las profundidades del abismo que se balanceaba entre los dos.

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